Fábula de Emilio
Prieto
Emilio Prieto, allá por sus años mozos, realizó copias de pintores flamencos y, paralelamente, coqueteó con el informalismo. Tal vez aquello lo
hiciera por sobrevivir, por lo de «el pan nuestro de cada día». O acaso su dedicación a un tipo de pintura que exigía quehacer primoroso, retina sensible, paladar para el matiz, fuese una práctica deliberada, una gimnasia que practicaba a fin de desarrollar unos
músculos que, más adelante, le ayudarían en la práctica de la pintura.
Lo del informalismo sería el anverso —o el reverso, vaya usted a saber— de la misma moneda. Equivalía a un desfogue de los impulsos juveniles. Representaba, por otra parte, la libertad, el arrebato, el impulso incontrolado. Era lo contrario de lo primoroso, lo morosamente artesano que exigía la copia de los primitivos flamencos. Pero, además, el informalismo era la corriente de moda, la ruptura —aparente solamente— con la tradición. Una etapa brillante, renovadora, en la que empezaban a destacar jóvenes maestros que hoy son gloria de la pintura española del siglo XX.
Y, después, ¿qué? Acabados los años de aprendizaje, de ejercicio y búsqueda, hizo algo muy sencillo y doloroso. Los lienzos en los que había representado —copiado— paisajes flamencos y los otros, los de militancia informalista, fueron borrados, repintados sin piedad. Fueron espacios poblados por ausencias: superficies de color plano. El tercio inferior —o, tal vez, dos quintas parte, o no sé si una proporción regida por la sección áurea— fue una franja de gris cálido. El resto, gris azulado, frío. Tierra y cielo. O, acaso, una composición abstracta, en la órbita de lo temblorosamente geométrico.
«La realidad es que se trataba de un espacio mágico», un ámbito en el que acababa de representarse —o estaba a punto de comenzar— una escena. Un espacio metafísico en el que, a la luz brumosa del día, podían representar su drama inquietante los personajes que Chirico había sorprendido en las horas nocturnas.
La pintura —este es uno de los grandes hallazgos de Perogrullo— es un arte espacial. Pero puede empaparse de temporalidad cuando lo impregna la poesía (poesía, no anécdota, literatura). Emilio Prieto, aliando la poesía a la pintura, colonizó un espacio yermo y muerto y le insufló temporalidad. Era el territorio donde reinaba el tiempo
detenido, un escenario sin actores. Había que poblarlo. Lo hizo, al principio, valiéndose de objetos —sillas, preferentemente— que realzaban el silencio y la soledad del cuadro. Más tarde, retirado el deshumanizado atrezzo, convocó a personajes de otros tiempos, criaturas que pertenecieron a Velázquez o a Rembrand, a Rubens o a Millet. Así esas criaturas ajenas, pertenecientes a tiempos pasados y a dueños concretos, se instalaban en ese tiempo liberado del calendario que Emilio Prieto había creado para ellas.
Así de sencillo. Acabo de revelarles el secreto de nuestro pintor. Cualquiera puede utilizar una fórmula tan simple. Se trata de pintar las aguas congeladas de un río y su ribera. Luego, arrojar a las aguas seres pretéritos. Y cuando pasen ante nuestros ojos, lentísimamente, como si no se moviesen del mismo lugar, captarlos en su movediza inmovilidad. Pero hace falta mucho amor, mucha destreza,
sensibilidad para el matiz (tantas veces imperceptible bajo la apariencia de tintas planas con que Prieto nos presenta sus suelos y sus cielos); hace falta mirarlas con las gafas de la plástica y de la poesía. Mirarlas también con ojos miopes para convertirlas en materia de ensueño. Convertirlas en cosa propia, haciéndose perdonar el robo, porque si no, se corre el peligro de dejarlas desamparadas, como pegatinas sobre un fondo que no las hace suyas porque no las reconoce.
Es muy fácil, muy fácil, desalojar de su territorio a este artista singular, exquisito y mágico que es Emilio Prieto.
José Hierro
Catálogo de la exposición individual itinerante por Asturias
Caja Municipal de Asturias 1991
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