Espacio y tiempo en
la pintura de Emilio Prieto
Mi primer encuentro con la pintura de Emilio Prieto acontece en la Primera Bienal «Ciudad de Zamora» en el año 1971. Fue una auténtica revelación. Nada sabía por entonces de aquel pintor y de aquella pintura que me sobrecogió. La composición de la obra no podía ser más simple: dos campos de color gris, unánime, no matizado y unos trazos, casi un boceto, que, en blanco y negro, diseñaban un vuelo de gaviotas. No se podía decir más con menos. El espectador se sentía misterioso, poderosamente subyugado por la imagen y volvía a la contemplación, atraído por un nuevo detalle no descubierto antes, un nuevo signo. El tema era sencillo y, sin embargo, abría un enorme mundo de reflexión. ¿Qué significaban aquellos desolados espacios? ¿Hacia dónde volaban aquellas aves, sorprendidas en la lejanía, a punto de desaparecer en el horizonte? Cuando días más tarde conocí al pintor — vitalista, casi volcánico en su expresión verbal—a medida que hablamos— y no sólo de pintura, descubría que bajo aquella extrovertida personalidad, latía una sensibilidad soterrada que se trascendía a su obra. Emilio, rodeado de gente, mojando los pinceles en el corazón, escribía su teoría de la soledad. No era necesaria ninguna explicación. Éramos los demás, quienes habríamos de comprenderla. Acababa de serle concedida una beca de la Fundación March para preparar una exposición. Era una aventura que emprendía, jugándose mucho en el envite. Grandes formatos sobre los que experimentaba nuevos materiales: pinturas acrílicas, respecto de las que se polemizaba, expresando dudas sobre sus posibilidades para sustituir al óleo tradicional. La muestra, organizada por la Dirección General de Bellas Artes, fue su
reconocimiento definitivo. Sobre unas texturas de mínimo granulado, deliberadamente escogidos para que el soporte no apoyara, reforzándolo, el ejercicio pictórico, se volvía, se insistía sobre la soledad. En los espacios, apenas sensibilizados en apariencia por el pincel, unas figuras humanas, casi sombra, casi sueño, corrían, huían, caían, alzando los brazos en un gesto de desesperación absoluta, en un
vano intento de protegerse de una catástrofe ignorada e inevitable. Pero aquello, no era más que una primera lectura; aquello era lo observable en una primera visión. Detrás, en el puro oficio de pintar, había encerrada una técnica rigurosísima. El pintor, casi autodidacta, sin magisterios
reconocidos ,era el maestro que impartía una lección de prodigiosa escuela; esa que no se aprecia, pero cuya ausencia supone el fracaso. Con aquellos pigmentos, en apariencia fríos, quizá poco válidos para expresarse, Emilio Prieto había conseguido, esforzadamente, aplicadamente, decir con las palabras justas lo que tenía que decir y una vez más, su voz sabía llegarnos hasta la entraña.
Después fueron los objetos inanimados: tan cotidianos como sillas o mesas, tan habituales como árboles —desnudos como hombres—, y siempre, siempre la soledad como leif motiv, como causa de vivir, como razón de pintar. Soledad de horror, de la desesperanza, pero permanente como elemento mágico de comunicación. Más tarde, ahora mismo, ha enriquecido su pintura con nuevas comunicaciones. Sus plateados grises se completan o transforman en azules, leves rosas, violetas, cárdenos en los que, a veces, se inician, se insinúan unas nubes y siempre hay una luz no usada, y en ellos, instala «personajes» a los que su instinto plástico eleva a la categoría de personas, rindiendo homenaje a los grandes pintores de otro tiempo. No hay nada de mimetismo en ello. Por el contrario, lo que se hace es una recreación de temas, de motivos a los que saca de su contexto
tradicional —«La ronda de noche» de Rembrandt, «La maja desnuda» o «La gallina ciega» de Goya, «Las lanzas» o «Las Hilanderas» de Velázquez— para hacerlos universales, intemporales, para darles un nuevo significado, nada extraño, o disonante, ni tópico. La que inició
como experiencia, casi como juego, se convierte en un acto de amor y estas figuras que aparecen sin forzamientos, de un modo natural —la sabia y universal naturalidad de gestos y actitudes permanentes— están tratados con delectación, con respeto matizado de una leve ironía que nos acerca a ellos y hace que también nosotros como el pintor, los amemos.
En esta apretada cronología —ahí están sus exposiciones, sus premios; también sus duelos y quebrantos— Emilio Prieto es un pintor fiel a sí mismo. Acaso en este sentido, sea válido lo que José María Iglesias escribió acerca de que los pintores siempre pintan un mismo cuadro; una misma obsesión multiplicada o divida y que Emilio Prieto en este su último quehacer, volvía a sus fuentes primigenias, en lo que yo llamaría retorno de lo vivo lejano; lejano pero siempre presente; regreso depurado, claro, lúcido, a conceptos inmutables. Ha podido cambiar en técnicas o en instrumentos, pero ha mantenido su constante preocupación por la creación personal de un espacio plástico —recinto intemporal de lo pictórico— en el que los pájaros, rocas u hombres pueden ser tan sólo anécdota, porque lo que importa es el ámbito en el que una o más líneas de contrastado color, tan enigmáticas que incluso el propio pintor desconoce su exacto significado, crean una tensión emocional entre el espectador y el infinito que se adivina.
Como él mismo ha dicho, el proceso de ejecución desde la preparación del blanco soporte al barnizado final —pintar, en definitivo— es y ha sido su ganancia. Contemplar su obra, nuestro beneficio.
Miguel Gamazo
Catálogo de la exposición en la "Sala Villaseñor"
Casa de Cultura. Torrelodones, 1988
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