Enigma de la
realidad en los cuadros de Emilio Prieto
En una sala de la Dirección General de Bellas Artes expone obra el pintor Emilio Prieto.
Grandes espacios de lienzo cubiertos de colores planos
—predominio de grises con matices malvas, azules o rosados— y apenas unas figuras humanas; algún perro solitario y de fauces abiertas, unas sillas, un monumento o busto significador de glorias pasadas: cada uno de los asuntos citados se encuentran en soledad y contrapunto de esos parajes silenciosos y susceptibles de infinitud que distinguen, en cualquier lugar y entre muchos, los cuadros del artista.
Algo nuevo se ha introducido en ellos: el enlosado blanco y negro en algunos lienzos. Puede ser recuerdo a las sutilezas de perspectiva empleadas por los artitas del Renacimiento y siglo XVII, Pero, esto no altera ni minimiza la calidad del trabajo de Prieto, sino que enriquece y que añade una intención digamos de humanización del espacio, de signo de vivencias en interiores o habitación, respecto de sus otros fondos limpios de otros datos que la pasta que los cubre.
Es difícil el intento de explicar porqué la obra de un pintor que lleva varios años mostrándonos las mismas o parecidas imágenes gana en cada exposición más categoría y hondura. Precisamente porque propende a eso último, esto es, la reflexión del mundo por ella creada, la seguridad de que unos puntos de contenido filosófico —moral, exigencias del intelecto, la religión y el hombre, el ser y la nada— y otros en esa larga lista de preguntas que dirige el artista de hoy a la sociedad que representa —como traductor de ella— y en la que vive. Se extiende la moral pictórica de Emilio Prieto al fondo de lo trascendente; en la superficie, apenas la huella de las vivencias que fueron o de las que advierten su devenir.
Y todo ello con la dicción austera, casi pobre —esto último, como cualidad— de un pintor que ha pasado bastantes años de su vida ejercitándose en copias y trabajos de los artistas flamencos y holandeses cuyas muestras poseemos en el Prado. Rara combinación. El magisterio de ayer, opulento de temas y lenguajes estéticos, se ha quintaesenciado ahora, por otros caminos y asuntos, en el artista Emilio Prieto.
Tres claves podemos desentrañar: el espacio, el hombre y el símbolo. En el primero no es ámbito vital, corpóreo; tanto como los volúmenes de las figuras oponentes, de un Velázquez, por ejemplo; en Prieto significa vastedad inescrutable, dimensión inescrutable, dimensión donde se pierden voces, vidas.
El hombre, por consecuencia, aparece en estos lienzos pequeño, apenas útil,
vigoroso en medio del silencio. El símbolo, representado por bustos y estatuas, enteras o rotas, puede aludir esa soledad paradójica que suele producir el poder, la riqueza, la gloria de la vanidad; tras la caída del pedestal, ese busto de escayola o cabeza de estatuaria griega —en algún cuadro— yace empavorecido como un personaje de Beckett, sobre la arena o el enlosado. Las cabezas de perro y de caballo que también protagonizan lienzos son, quizá, esas compañías domésticas primeras del hombre para su trabajo o, ¿por qué no?, símbolo de mayor valoración que muchos homos.
Y, por último, las sillas. Elementales o más artificiosas, con torneados o barniz espectadoras mudas: cosa testifical de los absurdos ajenos o absurdas ellas mismas, o más humanas —por objeto que queda más que el hombre—, contemplando el vivir sin razón de quien la ha creado.
Elena Flórez
EL ALCÁZAR. Madrid, 24 de junio de 1973
|