Emilio
Prieto II
Desde el Renacimiento la preocupación en la pintura por el espacio y consecuentemente por el movimiento, es fundamental y obsesiva. Los tratados de
perspectiva, los virtuosismos en escorzos, fantásticas arquitecturas, multiplicación de acciones paralelas en distintos planos y la panacea del «punto de fuga» parece que dejan sentado que el cuadro de caballete, las dos dimensiones, son el medio idóneo para que el artista represente las tres dimensiones reales y su resultante, el movimiento.
Por similar evolución, hasta nuestro siglo, los datos que nutrían el contenido del cuadro, eran la representación, descripción e interpretación, pero siempre supeditados y partiendo de la referencia a lo percibido visualmente en el entorno del artista. Sólo en nuestro siglo se aplicó también a la pintura otro tipo de percepciones, otros análisis del entorno, otras búsquedas de realizaciones. La cuestión de representar ha dejado paso a la de significar, y se han introducido en el «modo» artístico nociones semióticas, búsquedas de códigos de señales y de signos nuevos de comunicación. El arte conceptual, con su incorporación de las secuencias como método de análisis y de profundización, y la abstracción, verdadera aportación de nuestra época al mundo de la pintura, en la que —por decirlo simplificamente— lo significado pierde su lugar ante los significantes, han abierto nuevas vías de enfrentamiento entre la obra de arte y el espectador, caminos de enriquecimiento para la cultura y la vida de los hombres a los que les es dado, en algún caso, conocer cualquier obra de arte.
En la obra de Emilio Prieto, en sus últimas series de cuadros hay espacio y movimiento, hay
perspectiva y hay anécdota, hay secuencias, figuración y abstracción. Es un pintor de su tiempo que no se permite lujos inútiles ni sorpresas efectistas. Su obra de hoy hace referencia a su obra anterior y, sin embargo, nos parece que distintos datos y búsquedas antiguas en su obra han alcanzado en esta nueva serie de cuadros un punto de eficacia —es decir de correlación entre lo pretendido y lo logrado— difícil de superar. ¿Quiere esto decir que esta perfección es el fin? No es nuestro tema el predecir caminos futuros de un artista, ni afirmar finales de nada. Decimos, dejamos constancia de una eficacia, de un logro que vamos a intentar explicar.
El espacio ha sido preocupación fundamental de Prieto desde que empezó a pintar. El espacio como característica fundamental de su entorno, como catalizador de situaciones, como protagonista de la realidad con la que trabaja. Desde el Renacimiento la preocupación por el espacio hace referencia a la representación. A Prieto le importa la significación. Su espacio es absoluto, no referido al espacio real, sino al espacio arquetípico. Parodiando a Godvard, en esta pintura toda línea es una cuestión de moral, toda referencia situacional dentro del espacio arquetípico que invade los cuadros de Prieto nos va a dar una toma de postura, nos da un entorno y no otro en el que vamos a ver definida una situación por una anécdota referida a nuestro mundo. Y siempre, tanto dentro de cada cuadro, como en las series o secuencias sobre un mismo tema desarrolladas en varios cuadros, la referencia está en movimiento, sostenida y soportada apenas por una leve línea truncada, que define un ángulo agudo, es decir la prespectiva clásica, pero sin punto de fuga, un espacio perdido por no conquistado, una soledad abierta, una puerta que ya no se puede cerrar jamás porque ese espacio-concepto, ese paisaje no existente en referencias visuales se prolonga por detrás del ojo que lo mira. La soledad interior, vehículo de destrucción o de futuras y más cálidas comunicaciones.
Este espacio continuo es generador visual de movimiento, de presencia –anecdótica o no, pero
nunca determinante– de vida, de tensión. Los vectores, referencias o como se quieran llamar que estos cuadros nos impelen a buscar son consecuencias de que un espacio ilimitado no «existe» si no tiene movimiento. Esa pequeña línea blanca presente en todos los cuadros pone en tensión, hace vibrar esos fondos sin fin de color sutil, no real, característico de esos espacios que se mueren por estar habitados aunque sea por una tragedia, por un disparate, por la propia soledad. Los espacios de Prieto penan locuras y sueños de habitabilidad, de estar acompañados, de servir para, de ofrecimiento, de referirse a, de no ser planos sin vida al fin y al cabo. Y siempre, aunque parece que va a desaparecer a cada instante, surge, en una esquina, al lado, siempre viniendo de otra parte, emborronada por la distancia, por el tiempo en fuga, por la soledad, por el terror o la prisa, por el triste devenir del tiempo, por el propio impulso de destrucción o de misterio, surge un árbol, una mujer, un animal... y todo el espacio gigantesco y sin medida, todo el horizonte, la profundidad, la luz y el aire se ponen en movimiento para arropar, para mantener el hálito, para llevar a buen término esa gota de vida fugaz, triste, patética o indiferente a todo este lío, que pasa corriendo por el cuadro y que a cada momento amenaza con desvanecerse, disiparse, destruir ese temblor de vida que ha creado con su irrupción. De siempre, a mi entender, hay en la obra de este pintor un sentido de acosamiento, un ansia de libertad digna de un preso político. Sus «figuras en el paisaje» siempre me han recordado
aquélla tremenda película homómina de Losey en la que nunca aparece la amenaza, pero dos figuras que no tienen ningún vínculo entre sí, borrosas por el esfuerzo, huyen hacia el espacio libre, hacia una soledad sin final conocido. Todas las figuras de estos cuadros corren o caen sin principio y sin meta, y sus árboles, fijos en sus raíces, «mueren de pie», como los ciegos. Porque a la orilla de los cuadros de Prieto, a los bordes de sus parábolas no hay liberación, y poca escapatoria, ese espacio obsesivo, se hace cilíndrico, mortal, vacío e informe, inhabitable. Porque en las orillas de los cuadros de este artista, no es posible descansar en el movimiento conocido de un conejo corriendo o de una silla cayendo o de una pequeña raya blanca que nos da la tranquilidad del «arriba» y el «abajo». A los bordes de los cuadros de Prieto está la vida a escala humana, la soledad a medias, el riesgo y la menopausia permanente de los que desdeñan asumir su pequeña y corta existencia, el movimiento dirigido, la dependencia querida, incluso mendigada. Y junto a esas «figuras en el paisaje» de los cuadros de este pintor, hay siempre un atisbo de sombra, sugiriendo la presencia de una luz inmemorial, que desde siempre estuvo esperando a tener una referencia mínima para sentir su propio poder.
Lovercraft y sus mitos de Cthulhu, Goytisolo y sus señas de identidad, siempre Herman Hesse, las doradas manzanas del sol, y —porqué no— las crónicas marcianas de Ray Bradbury. Hay un género de hombre sobre la faz de esta tierra nuestra, que les gustan los niños, la caza, el amor, las mujeres y la muerte. Hombres de manos grandes, llenos de ternura, tímidos y solos. Esta pintura es de y para estos hombres solitarios y tiernos, peleones, solitarios e incapaces de vivir solos, hombres que quizá no cambian la historia pero ayudan a soportarla. —Es que en estos cuadros no hay nada—. Hombre, en todo caso, casi nada, poque estos hombres tímidos leyeron de pequeños a Sartre, sí, pero también a Heidegger, mire usted, que no lo ha leído casi nadie, y saben eso del ser para la muerte, la cosidad, el ensí y el para sí, y otras arandajas que ayudan a descubrir que cualquier noción, cualquier concepto sólo es medible en relación al hombre, que sueñan despiertos pequeños mundos a escala humana, donde a lo mejor no se está mejor que en otros, qué quiere usted, pero es que estos señores son así.
Empezamos hablando del Renacimiento y del espacio pictórico. De cómo los artistas de
aquélla época llegaron a la conclusión de que el cuadro de caballete es suficiente para representar las tres dimensiones reales y su resultante, el movimiento. Hablamos de que en nuestra época se han entregado los artistas a la búsqueda de nuevos códigos de señales que permitan sustituir y ampliar los usuales, gastados por la progresiva y creciente dificultad de comunicación, por el ocaso de los sistemas comunitarios de vida no totalitarios. Y hablamos de la búsqueda de «significantes» en la historia de nuestro tiempo. Pero lo «significante» no tiene sentido si no es con referencia a una actitud, a una toma de postura, a una posición ética, en suma. Líbrenos los dioses de convertir el arte, o postular su conversión en una cuestión moral. El arte, una vez realizado, sale del ámbito de posesión del que lo creó para convertirse en piedra de escándalo —o de admiración— para el que lo contempla. Y en este sentido la obra de Prieto, a través de su peculiar y personal forma de realizar cuadros, nos implica —me implica al menos— una cuestión de acción, y por lo tanto fundamental: estar o no estar en el espacio de sus cuadros, en ese espacio inmenso, sin sentido, hasta que una pequeña figura contingente aparece yéndose, aparece borrosa y prisionera, porque su destino es seguir su propio movimiento y desaparecer, dejando el temible espacio secular dormido
tal vez hasta que yo –o usted– se atreva a pasar, borroso y débil, por la pequeña línea blanca de cada cuadro.
José Ignacio Mulas
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