Los desiertos de
libertad, algunos apotegmas sobre la pintura de Emilio Prieto
Estaban los personajes hartos de jugar y asentir en su papel, el pintor los había inmortalizado hace siglos, Vermeer, Velázquez, Murillo, Rembrandt, Fortuny, Goya, Monet o Sorolla, los habían fijado en una instantánea impuesta al lienzo.
Literalmente estaban condenados a perpetuarse, estáticos y rígidos por los siglos de los siglos, sin culpas debidas a Sodoma, ni sesgados miramientos a Gomorra; en esa cárcel bidimensional de óleo y lienzo, que es todo cuadro.
Si el cuadro había adquirido con el paso del tiempo, entidad propia, se lo debía en gran parte a ellos, ellos eran la esencia o la disculpa del cuadro; y como todo hijo de su pintor, esperaban la necesaria ruptura, precisaban quebrar de una vez, destrozar el papel asignado, salirse de ese encorsetado y a veces hasta ridículo cometido que algún pintorzuelo cortesano les había otorgado sin consultarles, sin preguntar tan siquiera a ellos, los auténticos protagonistas del cuadro, si les interesaba o apetecía adquirir esa inmortal pose y representar durante milenios tan escasa tragicomedia.
Ellos eran personajes mucho más mundanos, con más ambiciones y necesidades.
La ruptura se veía inevitable, el personaje reclamaba su propia individualidad, no la del cuadro, por la que forzadamente se le había sacrificado a ser conocido.
Emilio Prieto, que es un artista poderosamente intuitivo, se dio perfecta cuenta de esta situación hace algún tiempo; antes le habían estado
rondando por el taller, ideas similares sobre objetos y enseres de la vida cotidiana, pero llegar, lo que se dice, construir una nueva dialéctica del lenguaje artístico, era una gran responsabilidad y precisaba meditación.
Esa insospechada ironía de poner patas arriba a todo el clasicismo académico, ni en sueños, jamás se cruzó por la mente de esteta alguno o símil practicante de manualidades pictóricas; porque para llevar a cabo tal perversidad, se necesitaba primero tener un consolidado oficio, lustros dorados de bregar con el pincel y el lienzo, el añadido de gozar de una visión del mundo y de la realidad lo suficientemente cristalina como para no dejarse embaucar por ninguna apariencia, y estar a años luz de perseguir cualquier zanahoria colgada tras un fatuo oropel.
Requisitos cumplidos con creces, Emilio enfiló su mirada disgregadora y creó el necesario respiro para los inmortales de la historia del arte.
Liberados de ataduras, y sin el capricho del pintor de época, es lógico que los personajes se tomen un cierto desquite sobre el preceptor de su historia y se sucedan estados de terrible infamia, de inquisitorial cuestionamiento tras una
bonancible apariencia, tras un acomodaticio disimulo; por supuesto, camuflaje que aparta del análisis, pero bien mirados los actuales cuadros de Emilio Prieto, son auténticas cargas de profundidad contra una unívoca historia contada.
A partir de ahora, no pueden funcionar los clásicos sin Emilio Prieto; pretenderían mantenerse como los mismos de siempre, y Emilio, en esta exposición,
demuestra que no es así.
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Carlos Sánchez
Catálogo de la exposición en la Caja Municipal de Ahorros de Pamplona
Pamplona 1989
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